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aina tur

mes

julio 2011

Ser una Monsanto

Pertenezco a una de las familias más influyentes y poderosas de Estados Unidos y siempre he tenido más de lo que he necesitado. Incluso la inversión que supuso mi gestación fue algo desmesurada. Deseaban lo mejor para mí, así que antes de concebirme el material genético de mis progenitores fue sometido a una larga y esmerada investigación.

Querían que yo fuera perfecta y no decepcioné. Crecí sana, fuerte, hermosa. Sin embargo debo reconocer que el mérito no fue todo mío. Recibí los mejores cuidados, las condiciones en las que crecí fueron óptimas. Nunca tuve frio, ni calor, ni demasiada humedad, ni un ambiente demasiado seco. No me faltaron nutrientes, ni cuidados sanitarios. A mi alrededor todo estaba dispuesto para que yo fuera soberbia.

Me crié entre algodones y superé todas las expectativas puestas en mí. Admito  que mi vanidad iba aumentando. Mi familia me adora, consideran que soy una de sus mejores descendientes, y oír eso a diario no puede dejar a nadie impasible. Entonces, vivía orgullosa de ser quien era: una Monsanto.

Tal y como estaba previsto llegó el momento de abandonar el protectorado familiar para poder desarrollarme plenamente. Las posibilidades que se barajaban eran varias, pero no acababan de cuajar. Finalmente me otorgaron la mejor misión que podría haber deseado: ir a Haití con 450 toneladas de hermanas mías. No se asusten, no somos obesas, somos semillas.

Nosotras somos la vida, el germen de los alimentos y era un honor para todas poder madurar en un lugar donde la gente pasa hambre. Tener la oportunidad de alimentar a las personas de ese pobre país americano después del catastrófico terremoto dio un nuevo sentido a nuestras vidas.

Empezaron los preparativos, la excitación era tal que alguna de mis hermanas incluso brotó.  Pobrecitas, esas no pudieron formar parte de la expedición haitiana… Nos empaquetaron y almacenaron en grandes contendores. El viaje fue muy duro, creí que nunca más volvería  a pasar por una experiencia tan dolorosa, pero me equivoqué.

Al llegar a Haití nos recibieron con todos los honores posibles, el Ministerio de Agricultura nos esperaba con los brazos y los surcos abiertos. Pertenecíamos al programa Winner de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y todos nos miraban con respeto. Me sentía orgullosa de mi país, de mis hermanas y de mi misión.

Nos distribuyeron por zonas. Algunos campesinos acudieron a los puntos de reparto  y, ante mi sorpresa –y la suya también–, tuvieron que pagar un “módico”  precio para disponer de nosotras y de nuestros inseparables herbicidas y fertilizantes, sin los cuales no podemos dar lo mejor de nosotras mismas. Estaba atónita, creía que nuestra misión era completamente altruista. Pasaron los días y mi asombro fue menguando, aminorado por las caras de felicidad de los campesinos que marchaban a casa con algo que sembrar. Una vez más me sentía orgullosa de ser quien era: una Monsanto;  y de ser lo que era: el germen de la vida.

Una mañana llegó al lugar un señor llamado Jean-Baptiste Chavannes, su voz y sus gestos denotaban que nos encontrábamos ante un personaje entrañable. No obstante, cuando los responsables de vendernos por un “módico” precio vieron que se acercaba se pusieron bastante nerviosos. Jean-Baptiste –además de ser coordinador del movimiento campesino Mouvement Paysan Papaye (MPP) –  es el responsable de la experiencia más traumática que he sufrido, pero gracias a él descubrí quien soy en realidad.

Monsanto –dijo– quiere sembrar Haití de semillas híbridas y estas son una amenaza para la biodiversidad y para las semillas locales que podrían llegar a desaparecer.

En ese instante creí morir. ¿Yo era una amenaza? No lograba entenderlo. Seguí escuchando atentamente y descubrí que no podría tener hijos. Yo era una semilla infértil, no reutilizable. Mi pesar aumentaba y me costó mucho no perder el hilo de la conversación. Parece ser que mi esterilidad no era un error, era un objetivo. Si los campesinos no podían reutilizar mis semillas  cada año tendrían que comprar de nuevas, hipotecando las cosechas a los precios impuestos por mis allegados.

Estaba desolada. Según Jean-Baptiste este regalo envenado no era más que una estrategia para obtener beneficios en futuras ventas –como habían hecho en otros países–. Afirmó que el 90% de las semillas transgénicas que se utilizan en el mundo provienen de los almacenes de mi linaje. Quería podrirme, desintegrarme, todo el orgullo de ser una Monsanto se había transformado en vergüenza.

Desgraciadamente me compraron y me sembraron. Estoy creciendo sin ilusión y deseando no haber existido jamás. Lo único que de vez en cuando me alegra un poco el ánimo son las noticias que escucho de Jean-Baptiste Chavannes y sus amigos a través de algún jornalero de la plantación. La mejor fue cuando entre 8 y 12.000 campesinos haitianos se reunieron para protestar contra nuestra distribución. En aquel momento me di cuenta de que todavía había motivos para creer en la esperanza.

Gracias a los jornaleros de la plantación también he sabido que  Jean- Baptiste y sus amigos no están solos. Existe un movimiento global que está luchando para recuperar la soberanía alimentaria. Su apuesta es clara: promover cultivos autosuficientes respetuosos con el medio ambiente y la salud, favorecer a los pequeños agricultores y apostar por los mercados locales.

Yo no pude elegir, tú sí: no me compres.

Aina Tur

Maó, 5 de enero de 2011

http://www.menorca.info/suplementos/culturalia/2011/culturalia161/439990/monsanto

La gallina de los huevos de oro

Juan era un hombre corriente, sencillo y de placeres discretos que vivía en una pequeña aldea. Un día, cansado de trabajar de sol a sol para poder mantener la explotación agropecuaria que había heredado de su padre, y éste del suyo, decidió ir hasta la ciudad más cercana para entrar en una agencia de viajes y comprarse lo que iban a ser sus primeras vacaciones. Preparó con esmero la partida y en la aldea se organizaron para cuidar de sus animales y pastos.

Cuando Juan aterrizó en esa capital africana, una chica encantadora le esperaba con un cartel, tras él otros viajeros intrépidos fueron uniéndose al grupo de la chica encantadora que les acompañó hasta el hotel en el cual iban a pasar la primera noche. El paquete vacacional incluía excursiones y visitas guiadas, así que a la mañana siguiente partieron hacía el sur en busca de una tribu, casi primitiva, que vivía como lo hacían las tribus africanas de las películas en blanco y negro.

Todo estaba preparado para llegada de los blancos, los negros vestían sus mejores galas y repetían con esmero los rituales de sus ancestros para que los visitantes pudieran sacar algunas fotografías. Con un poco de suerte venderían algunas figuritas de ébano y alguna de sus bonitas telas. Fue mientras estaban visitando el bosque de baobabs que a Juan el destino, la casualidad o el azar, o todos a la vez, le jugaron lo que parecía una buena pasada. A Juan se le cayó un niño encima. Sí, un niño que, asustado con la llegada de tanta gente descolorida, se subió a uno de los baobabs para esconderse entre sus ramas, pero con el sudor que propinaba el tórrido sol de mediodía,  resbaló. El niño tuvo suerte, Juan en ese momento pasaba por debajo del árbol y sirvió de amortiguador de la caída.  Después todo pasó tan rápido que a Juan sólo le quedan algunos recuerdos borrosos de gente, música y color, y la última fotografía, en la que se ve al jefe de la tribu obsequiándolo con una hermosa gallina.

Al llegar a la aldea Juan fue objeto de burla durante días: A quien se le ocurre volver de África con una gallina- repetían sin cesar. Una mañana, al recoger los huevos, encontró uno de oro. Lo guardó incrédulo, pero un mes más tarde encontró otro, y así mes tras mes. Con el tiempo fueron llegando los excesos, se descubrió su secreto, un hijo de vecino se chivó a la prensa local, la noticia llegó a la prensa nacional, y más tarde a la internacional.

Se desplazaron hasta la aldea científicos, y empresarios, y banqueros, y sus familias, y guardias de seguridad armados hasta las cejas. A la pobre gallina le hicieron todo tipo de pruebas, le suministraron hormonas y medicamentos, hasta que consiguieron que produjera un huevo de oro diario. Al pobre Juan, le construyeron una fortaleza para que pudiera vivir tranquilo con su riqueza. La aldea acabó convirtiéndose en una ciudad, incluso construyeron una autopista porque así, decían, el trasporte del oro era más seguro. A Juan lo invitaban a cenas y banquetes, le reían sus bromas, le prestaban a sus mujeres y le conquistaban para obtener sus favores… y así pasaron los años y las décadas.

Un día la gallina no puso el huevo, y al día siguiente tampoco, ni al siguiente, y a Juan  le llegó la primera carta del banco. No fue su amigo, el director de la entidad, quien le comunicó que estaba al borde de la quiebra, sino que fue una carta, impersonal y fría. Los científicos se fueron marchando, y sus familias, y los guardias de seguridad, y sus familias, los comercios tuvieron que cerrar porque ya nadie entraba a comprar,  también cerraron los bares, porque los comerciantes no tenían dinero para gastar en la barra del bar, y, finalmente, sólo quedaron en la ciudad los antiguos aldeanos, ahora convertidos en ciudadanos, sin animales, ni pastos, ni cosechas.

La ira estalló en el corazón de Juan, cogió el tractor que había guardado como reliquia de una vida pasada y derrumbó la fortaleza y los edificios, hasta que acabó destruyéndolo todo. Los ciudadanos lo miraban asombrados, mientras se iban convirtiendo otra vez en aldeanos. Pasaron los meses, y la hierba ganó terreno al cemento, más tarde volvieron los pastos, y los animales, y las cosechas, y casi todo volvió a ser como antes. La gallina vivía con las demás gallinas, tranquila.

Un día Juan encontró un huevo de oro. Pasó toda la noche en vela, la tentación era fuerte, pero, sin decirle nada a nadie, cogió a la gallina y se fue.

En el aeropuerto no había ni chica encantadora, ni autobús esperando y como pudo contrató un servicio de trasporte que le llevó a la tribu, casi primitiva, que con tan peculiar animal le había obsequiado. Al llegar nadie llevaba sus mejores galas, no había música, ni figuritas de ébano. Sus habitantes, desde que la gallina se fue y una parte importante de su riqueza desapareció, ya no tenían tiempo para dedicarse ni a la artesanía ni a sus rituales ancestrales; desde la partida de tan áureo animal se veían obligados a invertir todos sus esfuerzos en proveerse del alimento necesario para dar de comer a sus familias. Juan devolvió la gallina a su gente, volvió a casa y por primera vez en muchos años, en muchas décadas,  durmió tranquilo durante toda la noche.

Aina Tur

Barcelona, 20 de mayo de 2010

http://www.menorca.info/suplementos/culturalia/2010/culturlia129/174510/gallina/huevos/oro

Fotografías robadas

Desde que Ernesto había regresado de su estancia en ese castigado país dedicaba largas horas a pasear por su ciudad natal. Deambular por el Ensanche de la ciudad Condal era para él la mejor forma de organizar sus pensamientos. Consideraba que la armonía del diseño urbanístico de aquel distrito catalán le era de gran ayuda para ir ordenando el bullicio que atesoraba su cerebro.

Esa tarde cuando se encontraba en la calle Consell de Cent se detuvo ante una placa que relucía en un portal. Era del Consulado Honorífico del país en el cual había pasado los últimos tres meses –alguien le había tramitado el visado, así que desconocía por completo que ese edificio estaba allí–. Alzó la vista y vio la bandera de ese país pobre ondeando ligeramente en el balcón del tercer piso. En aquel instante la velocidad de sus pensamientos aumentó y los recuerdos llegaron a su mente de una forma algo precipitada.

Ernesto había partido hacia ese país –situado por debajo del meridiano invisible que separa los países ricos de los países pobres– deslumbrado por la originalidad del proyecto en el que iba a participar. Quien se lo propuso no había necesitado muchos argumentos para convencerle de que pidiera una excedencia en el trabajo y se dispusiera a emprender el camino que le convertiría en un cooperante internacional.

La decepción de Ernesto fue aumentando a medida que pasaban los días en ese devastado país.  El original proyecto no tenía ningún sentido en ese lugar en el que la pobreza se respira incluso durmiendo y en el que las desigualdades sociales son terribles. Ernesto pensaba que su original proyecto no era necesario en esa región en la que a los niños les cuesta prestar atención en el colegio –si es que tienen la suerte de poder ir al colegio- porque no recuerdan la última vez que su hambre fue saciada por completo. Estaba desconcertado. Ese país necesitaba una  reforma agraria, proyectos educativos y sanitarios. Los proyectos originales ya llegarían, además había población local interesada –y suficientemente preparada– en promoverlos.

El cooperante internacional planteó su desencanto al impulsor del proyecto. Le propuso detectar posibles proyectos honestamente necesarios en los que colaborar o abandonar el país. A lo que el impulsor del proyecto contestó que ni hablar, que si no cumplían con el proyecto para el que habían venido no volverían a tener opción de pedir ayudas económicas y  resaltó que no debían olvidar a todas las personas que habían colaborado altruista y económicamente para que ellos dos estuvieran allí.

La discusión duró varias horas, Ernesto no pudo convencer al impulsor. Tampoco tenía el poder para desmantelar el inútil proyecto que el impulsor estaba creando, él sólo había ido a trabajar. Durante la discusión el impulsor del proyecto le había propuesto algunas cosas que él aceptó con recelo, pero aceptó. Pasó la noche en blanco, dudando. Y aunque la situación se hacía insoportable, decidió quedarse. Seguramente no tuvo el valor necesario para coger un avión y partir.

Durante los dos meses siguientes continuaron con ese inútil proyecto. Ernesto decidió sacar lo mejor de ello: el contacto con la población local. Eran amables, agradecidos, pero sobretodo  eran hombres y mujeres con una historia que contar. Se sentía afortunado. Estaba conociendo en persona a las cifras anónimas de los anales de la historia, a las caras sin nombre de los telediarios.

Sus pensamientos se desvanecieron al oír el timbre de recepción de mensajes de su teléfono móvil. Ernesto apartó la mirada de la bandera roja y negra que ondeaba ahora con más vehemencia, como si se hubiese conectado con el ímpetu de sus pensamientos. El mensaje era de Sara: “¿A q hora es la cena?”. Contestó que a las nueve y media. A lo que Sara añadió: “Ok. Queremos FOTOS!” .

Ernesto se dirigió a casa para acabar de preparar la cena y hacer una selección de fotografías. Había muchas y no las había vuelto a mirar desde el día que las había puesto en el ordenador, justo después de haber llegado del viaje.

Una sensación extraña recorría su cuerpo mientras estaba mirando las imágenes. Todo parecía mejor. La miseria parecía bonita, incluso el inútil proyecto original parecía necesario. Se detuvo ante una instantánea de dos mujeres, un primer plano. Su  mirada era profunda, llena de dolor. Cuando trató de recordar sus nombres se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaban. Les había sacado esa foto que emanaba tanta aflicción sin ni siquiera preguntarles su nombre. Se sentía mal, su actitud había sido lamentable.

Ernesto  cerró el ordenador, acabó de preparar la cena y esperó a sus amigos impaciente. Necesitaba debatir algunas cuestiones con ellos, estaba compungido. Los amigos llegaron, la cena fue buena y la conversación intensa. Estuvieron debatiendo numerosos aspectos relacionados con la cooperación internacional, sin llegar a consensuar. Cuando pasaron al salón le pidieron que enseñara las fotos, a lo que Ernesto contestó: “No puedo”. Y ante la cara de asombro de sus contertulios, añadió: “Son fotografías robadas”.

El debate duró hasta el amanecer.

http://www.menorca.info/suplementos/culturalia/2010/culturalia145/382230/fotografias/robadas

“Troque uma arma por um pincel”

João nació hace 15 años en una de las favelas más extensas y pobladas de Brasil: Rocinha. Situada en la zona sur de Río de Janeiro alberga entre 56.000 y 250.000 habitantes, cifra que oscila no porque unos días haya más personas que otros, sino que lo hace dependiendo de la fuente que se consulte: el censo oficial, el de la compañía eléctrica o el de los propios habitantes. Sin duda es un lugar extenso y poblado que se expande sobre la ladera de una de las colinas que rodean la ciudad del Cristo Redentor.

Los padres de João decidieron abandonar su pueblo natal para poder ofrecer un futuro mejor a la familia que habían decidido formar. Se instalaron en Rocinha porque su padre tenía una prima lejana que les acogió. Cuando la esperanza de encontrar un trabajo lícito estaba prácticamente extinguida y sus ahorros se estaban acabando tuvieron la suerte de conseguir empleo en una mansión. Ella de sirvienta y él de jardinero.

Unos meses después alquilaron una casita y, en una de esas noches inundadas de la felicidad que les proporcionaba el hecho de tener un nuevo hogar, engendraron a João.

João nació sano y bonito. Era un niño afortunado, no porque tuviera muchas cosas materiales ni porque viviera en un lugar pacífico y hermoso. No, ése no era el caso. Era un niño afortunado porque sus padres le querían y le estaban educando lo mejor que podían. Además tenía muchos amigos con los que jugar en la calle y aunque sabía que en el mundo había lugares mejores que Rocinha, él se sentía feliz y contento de vivir allí con su familia.

Todo cambió en la primavera de 2004. Durante una semana se produjeron duros enfrentamientos entre el Comando Vermelho, los Amigos dos Amigos y la policía. Las dos bandas se disputaban el control de la zona y el barrio se paralizó, los colegios cerraron y  aquellos que pudieron se encerraron en casa. Los padres de João no gozaron de ese privilegio, debían acudir a la mansión cada día. Una mañana sin poder evitarlo se encontraron en el epicentro de un tiroteo. Aunque su padre hizo todo lo posible para proteger a su esposa no pudo impedir que la madre de João muriera víctima del fuego cruzado entre las bandas y la policía.

La vida de João evidentemente cambió, el dolor que sentía superaba los límites de la comprensión de un chaval de nueve años. Su padre perdió el empleo. Los señores de la mansión consideraron que si su mujer había muerto en un tiroteo debía ser porque estaban involucrados en algún negocio relacionado con el tráfico de drogas y lo despidieron. El padre se desesperó, pero un vecino le recomendó en la fábrica en la que trabajaba y le contrataron.

Tenía que trabajar muchas horas así que João empezó a pasar más tiempo solo. El odio que sentía hacia los asesinos de su madre era cada vez mayor. Con algunas maderas, unos clavos y un poco de pintura construyó una pistola con la que “jugaba” a vengar la muerte de su madre. Se escondía por las callejuelas y buscaba narcos para “matarlos”. Un día le descubrieron, les hizo mucha gracia y le dejaron disparar con una pistola de verdad. Estuvo a punto de matar a quien le había prestado la pistola, pero tuvo miedo, pensó que debía practicar un poco más.

Se obsesionó, dejó de jugar a futbol con sus amigos y empezó a suspender en el colegio. Su padre no podía prestarle mucha atención y no se dio cuenta de todo esto.

Un día João andaba siguiendo a un narco con su pistola de madera y, sin querer, topó con un señor que  tenía cara de buena persona. Ese señor se presentó, se llamaba Lino dos Santos Filho y le dijo que esa pistola que llevaba estaba muy bien hecha. João, sin darse cuenta, le explicó su historia a ese agradable señor que seguramente supo hacerle las preguntas adecuadas en el instante preciso. Después de charlar largo y tendido Lino le pidió que le acompañara a un hermoso lugar.

Cuando llegaron a João le encantó. Estaba lleno niños, algunos absortos en sus tareas escolares y otros pintando y haciendo manualidades. Le apeteció quedarse. Estaba casi sentado cuando  Tio Lino –que era como le llamaban los muchachos– lo detuvo y le señaló un mural que presidia una de las paredes. João leyó: “Troque uma arma por um pincel”.

Mientras Tio Lino destruía la pistola de madera a martillazos a él se le escapó una lágrima. Sentía que estaba renunciando a vengar la muerte de su madre.

–Tu madre estaría muy orgullosa de ti– le dijo como si le hubiera leído el pensamiento–, anda dibújale algo para que pueda verlo  desde el cielo– le propuso mientras le daba un pincel.

João ahora tiene quince años y ayuda a Tio Lino con los más pequeños. A veces ve a niños con pistolas por las calles y le entristece enormemente pensar qué habría sido de él si no hubiera tropezado con ese afable señor.

Rocinha no es un lugar perfecto, pero cada día son más las personas que como Tio Lino – un personaje real y comprometido– luchan por hacer de su barrio un lugar mejor. João – un personaje ficticio, pero probable– se siente orgulloso de haber nacido aquí y le satisface saber que él ha colaborado en engrosar las estadísticas que denotan que en Rocinha se está consiguiendo avanzar hacia un futuro esperanzador.

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Aina Tur

Barcelona, 24 de noviembre de 2010

http://www.menorca.info/suplementos/culturalia/2010/culturalia156/438842/troque/uma/arma/um/pincel?d=print

La Octava Maravilla

Tarek hasta hace unos días era un hombre tranquilo y de costumbres sencillas. Como casi todos los hombres y mujeres de su ciudad natal se había acostumbrado a añorar aquella amable época en la que todo parecía ir mejor.

Los días se sucedían sin demasiados cambios y él trataba de soportar livianamente la monotonía de la labor que le había sido asignada. No había reposo para los que vivían fuera de la fortaleza. Tampoco indicios de que algo fuera a suceder. Siempre lo mismo, día tras día, año tras año, década a década…

Lejos quedaban esos tiempos en los que – aún niño– campaba libremente por la Explanada de las Palmeras con sus compañeros de juego. Quería crecer y estudiar, viajar y tener una familia. En aquella época quería ser arquitecto, uno de los mejores, así que construía sin cesar castillos de arena que despertaban la admiración de pequeños y adultos. De noche, en secreto, soñaba que erigía La Octava Maravilla del Mundo, que era portada de todos los periódicos y revistas, y que todas las televisiones hablaban de su Maravilla. Era feliz.

El niño creció jugando, de los juegos pasó a las tareas escolares, pero cuando estaba a punto de pasar a los quehaceres universitarios su padre pronunció esa maldita frase durante una comida familiar.

– Es lo que él quiere y es lo que debemos hacer si queremos seguir con vida – articuló triste el progenitor al intentar calmar a su desconsolada esposa que no encontraba alivio a tan injusta decisión.

Al oír esas palabras su corazón se aceleró y el cuerpo dejó de pertenecerle, temblaba. La cara le ardía y empezó a respirar con dificultad. Sintió miedo por primera vez en su vida. Miedo profundo, miedo verdadero. Miedo, en definitiva.

Y así fue como al joven Tarek le obligaron a trabajar en la construcción de la fortaleza. Y así fue como el país entero comenzó a vivir aterrado mientras el esplendor de la ciudad se iba apangando a medida que se alzaba el colosal muro. Nadie hablaba y nadie quería estar al lado de alguien que hablara. Reinaba la tiranía del silencio.

Al acabar la primera muralla ordenaron construir otra alrededor, y otra y otra más. Una tras otra, día a día, año a año, década tras década… piedra a piedra sin sentido alguno.

Ahora estaba a punto de cumplir los cincuenta sin ningún sueño consumado. Y en eso pensaba mientras trabajaba hace poco más de una semana cuando se le acercó un jovenzuelo de afable sonrisa que mirando el cielo –como quien está entablando una conversación sobre el tiempo– le dijo: “Nos estamos organizando. Vamos a acabar con el abuso infligido desde la fortaleza. Cada día dejaremos nuevas instrucciones entre las piedras de la zona contigua a la puerta principal de la muralla. Mantente informado, visita el muro e informa a tus amigos. Ten cuidado, no todos vamos a sobrevivir.”

Unos días después el sol impregnaba de azafrán las hermosas piedras que formaban la maldita fortaleza y Tarek paseaba como cada atardecer en busca de información. No la encontró. El muro estaba vacío. Iba a marcharse, pero se le acercó un anciano de lozana mirada.

– Es el último que quedaba– dijo el señor mayor mientras le daba un papel con disimulo.

“Mañana no iremos a trabajar, vamos a concentrarnos en la Explanada de las Palmeras. Díselo a tus amigos y sobretodo ten cuidado.” –anunciaba la octavilla.

Esa noche le costó conciliar el sueño, estaba un poco desorientado. Amaneció y se preparó para salir. Al llegar a la calle principal oyó una multitud avanzando. Decenas de miles de personas estaban acudiendo al lugar, pacíficamente, sin armas. Algunos alzaban pancartas pidiendo el fin de la tiranía, otros miraban incrédulos lo que estaba ocurriendo y muy pocos desviaban la mirada hacía las metralletas y pistolas que les estaban apuntando desde la fortaleza. La jornada transcurrió sin muchos incidentes.

Al caer la noche algunos se marcharon a casa, otros se quedaron en señal de que la protesta iba a continuar. Habían traído comida y algunas tiendas de campaña. Después de la cena, Tarek, bajo el influjo de la recién engendrada libertad, recordó los días felices en los que construía castillos de arena en aquella bonita explanada. Sonrió por primera vez en mucho tiempo, satisfecho de encontrarse ante La Octava Maravilla del Mundo: hombres y mujeres que habían perdido el miedo.

Tarek no volvió a ver al apuesto jovenzuelo de afable sonrisa que le había invitado a visitar el muro.

Aina Tur

Barcelona,  8 de febrero de 2011

http://www.menorca.info/suplementos/culturalia/2011/culturalia166/441295/octava/maravilla

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