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Voyage initiatique

El cielo estaba despejado y las turbulencias para las que me había preparado con esmero, no llegaron. Así que traté de concentrarme en el libro que había elegido para minimizar ese estúpido miedo a volar. Silvia, mi amiga y compañera de viaje, disfrutaba de las alturas con una tranquilidad sobrecogedora mientras yo luchaba por apartar de mi mente esos pensamientos que me conducían hacía un pánico proporcional a los metros que me separaban del suelo.

La llegada al aeropuerto de Fez fue sorprendente, igual que el camino hacía el hotel. Había visitado la ciudad hacía doce años y me percaté enseguida de la gran inversión en infraestructuras que se había hecho desde entonces.

Una vez instaladas, debíamos encontrar el lugar donde recoger las entradas para el Festival de Fès des Musiques Sacrées du Monde que este año llevaba como título Voyage initiatique. Ante la imposibilidad de entendernos con la chica de la recepción decimos salir a la calle y probar ventura. Silvia se dio cuenta de que había dejado el monedero en la habitación así que esperé en la puerta del hotel mientras ella subía a cogerlo.

Noté que me estaban mirando, me giré y vi en una pared vecina a un gato que tenía los ojos clavados en mí. Me observaba prudente, distante, amable e incluso protector y, cuando parecía que iban a manar de sus felinos labios algunos vocablos de bienvenida, mi amiga salió del hotel y, monedero en mano, me pregunto hacía dónde creía que debíamos ir. En ese instante el gato saltó y empezó a andar por la destartalada acera, y yo, sin saber porque señalé hacía la dirección que apuntaban los pasos de tan ágil animal.

Muchas son las advertencias que deben oír y leer dos chicas que deciden viajar solas a Marruecos, pero sorprendentemente los oriundos se mostraron amables con nosotras y más de uno abandonó su actividad para acompañarnos. Además en la mirada del gatito había algo familiar, cercano, que hacía que esa sensación de miedo ante lo desconocido, sensación muy parecida a la que produce ese estúpido miedo a volar, fuera desapareciendo. Lentamente fui confiándome, relajándome y dejándome llevar por el ritmo de un país que pausadamente avanza hacía un provenir mejor, a pesar de muchos pesares.

Unas horas después y muchas oficinas y puertas de la Medina más tarde, conseguimos dar con Siham, la chica a la que le habíamos comprado las entradas a través de internet. Nos sirvieron un té, hablamos y nos cambiaron las entradas, ya que el concierto previsto para esa noche había sido cancelado. Ben Harper, se había caído del monopatín y tuvo que suspender la actuación.

Era tarde y debíamos ir Bab Al Makina para asistir al primer concierto de la noche. Seguíamos al gatito que saltaba de azotea en azotea. A veces no lo veía, pero sabía que estaba allí, desde que nuestros ojos se habían encontrado unas horas antes nos unía una fuerza que se estaba volviendo más nítida y profunda a medida que el atardecer perfilaba todos los rincones de esa maravillosa ciudad.

El festival empezó con un concierto  de Amodou & Mariam, un matrimonio de Mali que logró poner en pie a miles de personas extasiadas con su “afro-blues”; otro plato fuerte fueron las mujeres de Hadra Chefchaounia que me acariciaron el alma con sus cantos sufís en Dar Tazi; también tuve la suerte de asistir al íntimo recital de Epi que, llegado desde Mongolia, impresionó a todos los asistentes con sus cantos difónicos y su increíble sentido del humor; y dejé que Les Musiciens du Nil, Camille y Les ensembles Constantinople me trasportaran a recónditos estados de mi espíritu; pero el gatito no siempre estuvo allí.

Fue a partir de esa desalentadora conclusión que las preguntas sin respuesta empezaron a emerger sin control. Sin embargo, a pesar de muchos pesares políticos, religiosos, sociales y económicos, he decido aparcar el realismo más aterrador y dejaré que este relato concluya de una forma algo ilusa y fantasiosa.

Mi corazón latía sintonizado con la música, los olores, los colores, las formas y un sinfín de sensaciones que sucedían bajo la mirada protectora del escurridizo animal. Fue un paseo maravilloso que duró tres días, con sus tres noches.

Sin duda, en Fez se está cociendo algo, quizá sea esa “diplomacia espiritual” a la que hace referencia Abdelhak Azzouzi, director del evento; quizá sea un proceso lento, y quizá incompleto, pero el viaje hacía la comprensión y el conocimiento ya ha empezado en algún lugar, sólo deseo que todos vayamos perdiendo ese estúpido miedo a volar.

Post scríptum: Supongo que no es casualidad que para un bereber la palabra moix (gato, en castellano) signifique lo mismo que para una menorquina.

http://www.menorca.info/suplementos/culturalia/2010/culturlia132/216963/voyage/initiatique

La gallina de los huevos de oro

Juan era un hombre corriente, sencillo y de placeres discretos que vivía en una pequeña aldea. Un día, cansado de trabajar de sol a sol para poder mantener la explotación agropecuaria que había heredado de su padre, y éste del suyo, decidió ir hasta la ciudad más cercana para entrar en una agencia de viajes y comprarse lo que iban a ser sus primeras vacaciones. Preparó con esmero la partida y en la aldea se organizaron para cuidar de sus animales y pastos.

Cuando Juan aterrizó en esa capital africana, una chica encantadora le esperaba con un cartel, tras él otros viajeros intrépidos fueron uniéndose al grupo de la chica encantadora que les acompañó hasta el hotel en el cual iban a pasar la primera noche. El paquete vacacional incluía excursiones y visitas guiadas, así que a la mañana siguiente partieron hacía el sur en busca de una tribu, casi primitiva, que vivía como lo hacían las tribus africanas de las películas en blanco y negro.

Todo estaba preparado para llegada de los blancos, los negros vestían sus mejores galas y repetían con esmero los rituales de sus ancestros para que los visitantes pudieran sacar algunas fotografías. Con un poco de suerte venderían algunas figuritas de ébano y alguna de sus bonitas telas. Fue mientras estaban visitando el bosque de baobabs que a Juan el destino, la casualidad o el azar, o todos a la vez, le jugaron lo que parecía una buena pasada. A Juan se le cayó un niño encima. Sí, un niño que, asustado con la llegada de tanta gente descolorida, se subió a uno de los baobabs para esconderse entre sus ramas, pero con el sudor que propinaba el tórrido sol de mediodía,  resbaló. El niño tuvo suerte, Juan en ese momento pasaba por debajo del árbol y sirvió de amortiguador de la caída.  Después todo pasó tan rápido que a Juan sólo le quedan algunos recuerdos borrosos de gente, música y color, y la última fotografía, en la que se ve al jefe de la tribu obsequiándolo con una hermosa gallina.

Al llegar a la aldea Juan fue objeto de burla durante días: A quien se le ocurre volver de África con una gallina- repetían sin cesar. Una mañana, al recoger los huevos, encontró uno de oro. Lo guardó incrédulo, pero un mes más tarde encontró otro, y así mes tras mes. Con el tiempo fueron llegando los excesos, se descubrió su secreto, un hijo de vecino se chivó a la prensa local, la noticia llegó a la prensa nacional, y más tarde a la internacional.

Se desplazaron hasta la aldea científicos, y empresarios, y banqueros, y sus familias, y guardias de seguridad armados hasta las cejas. A la pobre gallina le hicieron todo tipo de pruebas, le suministraron hormonas y medicamentos, hasta que consiguieron que produjera un huevo de oro diario. Al pobre Juan, le construyeron una fortaleza para que pudiera vivir tranquilo con su riqueza. La aldea acabó convirtiéndose en una ciudad, incluso construyeron una autopista porque así, decían, el trasporte del oro era más seguro. A Juan lo invitaban a cenas y banquetes, le reían sus bromas, le prestaban a sus mujeres y le conquistaban para obtener sus favores… y así pasaron los años y las décadas.

Un día la gallina no puso el huevo, y al día siguiente tampoco, ni al siguiente, y a Juan  le llegó la primera carta del banco. No fue su amigo, el director de la entidad, quien le comunicó que estaba al borde de la quiebra, sino que fue una carta, impersonal y fría. Los científicos se fueron marchando, y sus familias, y los guardias de seguridad, y sus familias, los comercios tuvieron que cerrar porque ya nadie entraba a comprar,  también cerraron los bares, porque los comerciantes no tenían dinero para gastar en la barra del bar, y, finalmente, sólo quedaron en la ciudad los antiguos aldeanos, ahora convertidos en ciudadanos, sin animales, ni pastos, ni cosechas.

La ira estalló en el corazón de Juan, cogió el tractor que había guardado como reliquia de una vida pasada y derrumbó la fortaleza y los edificios, hasta que acabó destruyéndolo todo. Los ciudadanos lo miraban asombrados, mientras se iban convirtiendo otra vez en aldeanos. Pasaron los meses, y la hierba ganó terreno al cemento, más tarde volvieron los pastos, y los animales, y las cosechas, y casi todo volvió a ser como antes. La gallina vivía con las demás gallinas, tranquila.

Un día Juan encontró un huevo de oro. Pasó toda la noche en vela, la tentación era fuerte, pero, sin decirle nada a nadie, cogió a la gallina y se fue.

En el aeropuerto no había ni chica encantadora, ni autobús esperando y como pudo contrató un servicio de trasporte que le llevó a la tribu, casi primitiva, que con tan peculiar animal le había obsequiado. Al llegar nadie llevaba sus mejores galas, no había música, ni figuritas de ébano. Sus habitantes, desde que la gallina se fue y una parte importante de su riqueza desapareció, ya no tenían tiempo para dedicarse ni a la artesanía ni a sus rituales ancestrales; desde la partida de tan áureo animal se veían obligados a invertir todos sus esfuerzos en proveerse del alimento necesario para dar de comer a sus familias. Juan devolvió la gallina a su gente, volvió a casa y por primera vez en muchos años, en muchas décadas,  durmió tranquilo durante toda la noche.

Aina Tur

Barcelona, 20 de mayo de 2010

http://www.menorca.info/suplementos/culturalia/2010/culturlia129/174510/gallina/huevos/oro

Fotografías robadas

Desde que Ernesto había regresado de su estancia en ese castigado país dedicaba largas horas a pasear por su ciudad natal. Deambular por el Ensanche de la ciudad Condal era para él la mejor forma de organizar sus pensamientos. Consideraba que la armonía del diseño urbanístico de aquel distrito catalán le era de gran ayuda para ir ordenando el bullicio que atesoraba su cerebro.

Esa tarde cuando se encontraba en la calle Consell de Cent se detuvo ante una placa que relucía en un portal. Era del Consulado Honorífico del país en el cual había pasado los últimos tres meses –alguien le había tramitado el visado, así que desconocía por completo que ese edificio estaba allí–. Alzó la vista y vio la bandera de ese país pobre ondeando ligeramente en el balcón del tercer piso. En aquel instante la velocidad de sus pensamientos aumentó y los recuerdos llegaron a su mente de una forma algo precipitada.

Ernesto había partido hacia ese país –situado por debajo del meridiano invisible que separa los países ricos de los países pobres– deslumbrado por la originalidad del proyecto en el que iba a participar. Quien se lo propuso no había necesitado muchos argumentos para convencerle de que pidiera una excedencia en el trabajo y se dispusiera a emprender el camino que le convertiría en un cooperante internacional.

La decepción de Ernesto fue aumentando a medida que pasaban los días en ese devastado país.  El original proyecto no tenía ningún sentido en ese lugar en el que la pobreza se respira incluso durmiendo y en el que las desigualdades sociales son terribles. Ernesto pensaba que su original proyecto no era necesario en esa región en la que a los niños les cuesta prestar atención en el colegio –si es que tienen la suerte de poder ir al colegio- porque no recuerdan la última vez que su hambre fue saciada por completo. Estaba desconcertado. Ese país necesitaba una  reforma agraria, proyectos educativos y sanitarios. Los proyectos originales ya llegarían, además había población local interesada –y suficientemente preparada– en promoverlos.

El cooperante internacional planteó su desencanto al impulsor del proyecto. Le propuso detectar posibles proyectos honestamente necesarios en los que colaborar o abandonar el país. A lo que el impulsor del proyecto contestó que ni hablar, que si no cumplían con el proyecto para el que habían venido no volverían a tener opción de pedir ayudas económicas y  resaltó que no debían olvidar a todas las personas que habían colaborado altruista y económicamente para que ellos dos estuvieran allí.

La discusión duró varias horas, Ernesto no pudo convencer al impulsor. Tampoco tenía el poder para desmantelar el inútil proyecto que el impulsor estaba creando, él sólo había ido a trabajar. Durante la discusión el impulsor del proyecto le había propuesto algunas cosas que él aceptó con recelo, pero aceptó. Pasó la noche en blanco, dudando. Y aunque la situación se hacía insoportable, decidió quedarse. Seguramente no tuvo el valor necesario para coger un avión y partir.

Durante los dos meses siguientes continuaron con ese inútil proyecto. Ernesto decidió sacar lo mejor de ello: el contacto con la población local. Eran amables, agradecidos, pero sobretodo  eran hombres y mujeres con una historia que contar. Se sentía afortunado. Estaba conociendo en persona a las cifras anónimas de los anales de la historia, a las caras sin nombre de los telediarios.

Sus pensamientos se desvanecieron al oír el timbre de recepción de mensajes de su teléfono móvil. Ernesto apartó la mirada de la bandera roja y negra que ondeaba ahora con más vehemencia, como si se hubiese conectado con el ímpetu de sus pensamientos. El mensaje era de Sara: “¿A q hora es la cena?”. Contestó que a las nueve y media. A lo que Sara añadió: “Ok. Queremos FOTOS!” .

Ernesto se dirigió a casa para acabar de preparar la cena y hacer una selección de fotografías. Había muchas y no las había vuelto a mirar desde el día que las había puesto en el ordenador, justo después de haber llegado del viaje.

Una sensación extraña recorría su cuerpo mientras estaba mirando las imágenes. Todo parecía mejor. La miseria parecía bonita, incluso el inútil proyecto original parecía necesario. Se detuvo ante una instantánea de dos mujeres, un primer plano. Su  mirada era profunda, llena de dolor. Cuando trató de recordar sus nombres se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaban. Les había sacado esa foto que emanaba tanta aflicción sin ni siquiera preguntarles su nombre. Se sentía mal, su actitud había sido lamentable.

Ernesto  cerró el ordenador, acabó de preparar la cena y esperó a sus amigos impaciente. Necesitaba debatir algunas cuestiones con ellos, estaba compungido. Los amigos llegaron, la cena fue buena y la conversación intensa. Estuvieron debatiendo numerosos aspectos relacionados con la cooperación internacional, sin llegar a consensuar. Cuando pasaron al salón le pidieron que enseñara las fotos, a lo que Ernesto contestó: “No puedo”. Y ante la cara de asombro de sus contertulios, añadió: “Son fotografías robadas”.

El debate duró hasta el amanecer.

http://www.menorca.info/suplementos/culturalia/2010/culturalia145/382230/fotografias/robadas

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